Un día como hoy de 1895 (aunque no haya acuerdo sobre el punto entre los historiadores, poco importa) nacía Juan Domingo Perón, tres veces presidente constitucional de los argentinos y más que eso: el más grande líder de masas de América Latina en el siglo XX.
Perón, "el hombre del destino", el Primer Trabajador Argentino, el coronel del pueblo, el Pocho, el Viejo -más acá en el tiempo -para los que lo amaron y lo aman, y para los que seguimos su huella.
Perón, el tirano prófugo, el demagogo, el dictador depuesto, para los que lo odiaron y odiaron en él, a la inmensa mayoría del pueblo argentino; que lo escogió como su líder indiscutido por más de treinta años, en el poder o en el exilio.
Pero aun los que lo combatieron y lo combaten -a riesgo de ser derrotados por él, que parece ganar batallas después de muerto, como el Cid Campeador- no pueden desconocer una verdad de puño: Perón cambió, de una vez y para siempre, la historia argentina.
La Argentina ya no volvería a ser más el bucólico granero del mundo, la feliz granja colonial soñada por los ingleses después de Perón y su obra; aunque tantas veces intentaran erradicarla de la memoria de nuestro pueblo, con todos los medios posibles, desde la calumnia a la muerte.
Porque aun en los tiempos de derrota, cuando el legado de Perón era concienzudamente destruido (por dictaduras criminales, o en nombre del propio peronismo), era precisamente la pervivencia de ese legado en la memoria histórica del pueblo argentino (en especial de los trabajadores) lo que iluminaba la lucha de los sectores populares.
Y cuando el gorilaje de toda pelambre despotrica contra el pronunciamiento de la voluntad popular -como sucedió el 14 de agosto, como seguramente sucederá el 23 de octubre- diciendo que los peronistas votamos por el escudito y la foto de Perón, desde su furiosa impotencia están rindiendo un involuntario homenaje a la potencia del mito. Más aun: su odio contribuye sin dudas a mantenerlo vivo.
Perón fue el hombre que rompió los moldes, el que desafió los esquemas mentales con los que se interpretaba la realidad nacional, y por esa razón les pasó el trapo a los políticos de la "cátedra" de su tiempo: en menos de tres años pasaba de ser un ignoto oficial del Ejército, a convertirse en presidente de los argentinos, rotundo triunfo electoral mediante.
Alguien capaz de lograr algo así no fue seguramente un hombre común, y Perón no lo era: conjugaba el genio del estadista que supo ver más allá de la coyuntura en un mundo convulsionado por la guerra, y la intuición del criollo (con la necesaria mezcla de sangre india que corría por sus venas), con el oído atento al latido de la tierra.
Ese latido que sonaba en esas masas laboriosas que -como a él mismo le gustaba decir- forjaban a diario la grandeza de la patria, sin ser invitados a participar del banquete en que esa grandeza se celebraba por los dueños de todo, desde siempre.
Perón advirtió el enorme potencial político de esos trabajadores, despojados de derechos y marginados de las decisiones hasta entonces, y esa genial intuición le valdría décadas de predominio y protagonismo central en el tablero político argentino.
Y no fue solo su intuición: el nombre de Perón significó para millones de argentinos (y significa aun hoy) dignidad, derechos, felicidad; cosas con la que todos los hombres sueñan, pero muchos pasaron por la vida sin conocerlas jamás; y otros no volverían a verlas nunca después del peronismo.
Luego vendrían los teóricos -con Gino Germani a la cabeza- a tratar de encapsular al peronismo en sus frascos de laboratorio, para rotularlo pretendiendo que con eso, lo comprendían y podían explicarlo.
Muchos -como Potash o Rouquié- confesarían con el tiempo la inutilidad de sus esfuerzos, y se rendirían a la evidencia: Perón y el peronismo eran -para ellos- algo incomprensible; cosa que poco importó a los trabajadores argentinos, que hicieron de una vez y para siempre a uno, su líder y conductor, y al otro, su identidad política.
Esa es la razón por la cual aun hoy -a 116 años de su nacimiento- le cabe a Perón como a pocos, aquel lugar común que dice que alguien vive en la memoria de su pueblo, más allá y por encima de sus contradicciones, sus errores o sus zonas oscuras.
Cuando alguien resiste el paso del tiempo y el cotejo de la historia -como ciertamente lo resiste Perón- alcanza una estatura que lo hace digno del lugar que se ha ganado en la memoria colectiva; y merecedor de que se lo recuerde como lo que fue: un protagonista fundamental e insoslayable de la Argentina. Por Raúl Degrossi
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